La poesía y la vida, o el gato de María Ángeles
Una reseña que no cupo. Noviembre de 2000
El hogar de María Ángeles Maeso está “donde está mi gato”, como cita a menudo recordando a Agnes Heller y su teoría de las necesidades. Y su gato es el escurridizo, mágico y solitario espacio de la creación poética. Se llama Judas (su gato), y como él su poética no sabe de afiliaciones y consignas.
Como él, su escritura es insumisa y exploradora, y más allá de entregarse a la poesía lo que busca es ser poesía. María Ángeles desdeña la prosa por sus concesiones al entretenimiento, al paseo turístico por la verdad, contemplativo y por horas: la poesía tiene para ella la ambición de ser verdad en vez de contarla, de construir la experiencia pura e indisoluble que no devolverá indemne al que se atreve a atravesarla.
En estos tiempos de banalidad, su palabra es siempre contienda, una persecución de la consciencia, la lucidez, sin dejarse embaucar por las sirenas luminosas de la autocomplacencia o las oscuridades encerradas de la subjetividad autista: para ver las estrellas hace falta la noche, pero la del alma, mejor aún arrancándose los ojos.
Ante el desconcierto, las palabras alcanzan a las cosas y nos las revelan. Conocimiento, bueno, pero por encima de todo comunicación, compartir la oscuridad y el presentimiento como una voluntad de rebelión contra la realidad impuesta, empezando por nosotros mismos. Alguien la ha elogiado señalando sus condiciones para ser una poeta póstuma, pero los póstumos somos nosotros.
Frente a la estética dominante, y la ética, y la épica, se exige la originalidad, liberar la imaginación y buscar el lenguaje justo y nuevo, componer la mirada crítica del entorno que desgarra y revela, dando testimonio de la herida, un testamento del dolor y la furia, de la pasión y la compasión. Negar la armonía para desatar el conflicto, hacer necesaria su poesía, hacer la poesía necesaria.
Porque por sus poemas transcurre el rumor inconfundible del dolor humano, que se nos ofrece abierto y obsceno para convocarnos a compartir su sobrio espacio moral, la catarsis ahí enfrente como la única mirada posible. Sus tres poemarios son así una suerte de viaje iniciático que comienza en el autorreconocimiento de “Sin Regreso”, prosigue en el denunciar(se) de “Trazado de la Periferia” y continúa con las trampas de la culpa y sus condenas de “El bebedor de los Arroyos”. Cada uno de ellos es una batalla en la que el drama propio se consustancia con el social y arrojan una sola queja, hecha lenguaje. Las metáforas audaces hombro con hombro con lo coloquial, la especulación y la evocación espalda con espalda con la sentencia insobornable y definitiva.
Pero también cree María Ángeles en la esperanza del lenguaje, en el al menos no podrán callarnos, en el “alzar la voz”, en la fiesta de la palabra y la fascinación del lector que reconstruye. El escritor como oráculo y como profanador: en su empeño toda la vida de la poeta se hace verso con el dolor de vaciarse y quedarse a cambio con la nausea y la perplejidad de no entender, de saber mucho menos que su poema terminado que ya no es suyo, que la arrumba al margen para siempre enajenada, aunque también con alivio.
Con los primeros libros María Ángeles buscará merecerse la literatura (su gato), y con el tercero merecerse la vida (su casa). Sus amigos intentamos merecérnosla, y nuestro vértigo es saber que sigue escribiendo.
1 Comments:
B, léela y me lo agradecerás, seguro.
A María Ángeles le gustaría tu asociación (si leyera esto) con el gato del uruguayo Felisberto el “narrador ingenuo”, pianista y gran amigo de Cortázar. Ella es ingenua como persona, su fe en la gente le mantiene limpia la mirada, pero su literatura no tiene nada de ingenua, es quirúrgicamente reveladora y despiadada con la complicidad de los que prefieren mirar hacia otro lado.
Publicar un comentario
<< Home