Cosas peores

Hay muchas cosas peores que la muerte.

"Sólo Dios sabe lo que os quiero, que sois lo más importante de mi vida. Pues no me importáis nada. Nada me importa nada, ni siquiera mis hijos, que lo sois todo, todo."

La muerte de alguien querido es terrible e incomprensible, pero nos deja el consuelo de su memoria detenida, algo con lo que quedarse para sustituirle y seguir viviendo.

Hay muchas cosas peores que la muerte. En el deterioro moral y físico hay algo de broma macabra, como un monstruo informe y desconocido que nos recuerda permanentemente quién fue y nunca más será, quién podría haber sido. Lo adivinamos a través de lo peor de sí mismos, porque ahí deben de estar, muy al fondo de esa especie de podredumbre adelantada en vida, como una corrupción de la carne y el espíritu antes de tiempo que no se preocupan en ocultar, que nos muestran lastimosamente como un disfraz roto y viejo, lo único que les queda, lo único que ya son.

Sus ojos se vuelven opacos. Su mirada turbia ya no mira, no hay nadie detrás, sólo la función mecánica de ver, sin distinguir entre personas y cosas, entre abrazos y penosas cargas para acostarles. Hasta mañana. Porque eso es lo que dura su vida, pasar el día, como sea, hasta mañana. Nacen y mueren cada día.

Y todas las mañanas sacan la cabeza del agua, cargada pero lúcida. Y mientras se repiten convencidos que hoy el monstruo no aparecerá esquivan la mirada de los que ya no sabemos mentir, y a veces dejan su mano en la nuestra como por descuido, anhelando sin esperanza que se la agarremos muy fuerte y ya no la soltemos nunca.